No sé si le pasa a todo el mundo, o si es algo específicamente mío, pero parece que mi vida se balancea constantemente entre la inactividad más flagrante y la hiperactividad más estrepitosa.
Esta semana no ha sido excepción, y tras el fin de semana pasado, en casa tranquilamente, fiesta española y tango para animar las noches del martes y el miércoles. Con respecto a la primera, diré que se nota que las tortillas, croquetas y el gazpacho gustan, sin lugar a dudas, y que la sangría a un euro enamora a los últimos escépticos. Con respecto a la segunda, diré que, como siempre me pasa cuando bailo, me teletransporté por unas horas. Y si la música decide llevarme a Argentina, qué más puedo pedir.
Tras un inicio prometedor, jueves, viernes y sábado parecen estancarse un poquito. Clases, supuestas clases que no ocurren, lecturas… Aunque debo reconocer que apalancarse en el sofá para tragarse unas cuantas horas de Io canto (equivalente a lluvia de estrellas en Italia) con mis compis de piso tiene su aquél.
Por suerte siempre nos queda el sábado noche, que si además coincide con el cumpleaños de una amiga y vísperas de Halloween, promete. El inicio de noche, sin embargo, deja que desear: la música no cuaja, la gente no parece querer bailar, y se limita a observar el panorama, con la inevitable sensación, para los que sí bailamos, que estamos en un casting.
De repente suenan las primeras notas de una canción que me transporta a la salsathèque. No puedo creerlo, y sin embargo, ahí está: Que tengo que hacer para que vuelvas conmigo….
Si existe una cosa llamada subidón es lo que siento en ese preciso instante, y a partir de ahí todo va mejor, un par de merengues, una salsa, algunas comerciales y mucho R&B que no escuchaba hacía tiempo. Si señor DJ, tiene usted los mimos gustos musicales que yo.
Y para demostrarlo, bailamos sobre el mundo. Bailamos como si no hubiera mañana.